Exposiciones

Expo “Recuperar lo Cotidiano”

Coincidencias lejos de algoritmos o búsquedas, motivadas más por nuestros diversos trabajos y esa morriña del que vive fuera de su pueblo, hicieron posible conocer a Pablo y David, dos personas increíbles y muy afines, de esas que parece que ya conocías y con las que el tiempo pasa volando.
En una de esas largas conversaciones, salió el tema de que Pablo pintaba, rápidamente quisimos ver lo que hacía y 5 minutos después estábamos organizando una expo en el #artwall de la tienda.
Pablo es un apasionado de la literatura y su obra está totalmente relacionada con ella. A continuación os dejamos el texto que ha preparado para su primera expo (y en su pueblo), que os ayudará a entender de mejor forma la belleza y espontaneidad de su trabajo.
Podéis visitar en persona la exposición por tiempo limitado, también leer el siguiente texto allí mismo sentadxs en el sofá y haceros con alguna de sus obras en papel o enmarcadas por Casal de Creación.
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Recuperar lo cotidiano

Papá me dice que lo de la subida del precio de la luz es escandaloso, que no hay derecho, que luego cada ministro tiene veintitantos asesores cobrando no sé cuántos miles de euros al mes… Ayer estuvimos en el monasterio de Celanova por mi cumpleaños. La guía pidió una moneda de un euro para encender el retablo mayor de la iglesia. Nos advirtió que iría rápido con la explicación porque habían tenido que reducir los minutos del encendido por la subida del precio de la luz. Yo tengo la luz apagada mientras escribo. Apenas un par de rayos de sol se filtran por la ventana de esta vieja habitación de adolescente. Hoy hay niebla. No tengo plan al aire libre. No tengo plan. Me he prometido que no voy a encender la luz hasta mañana.

“La luz se va a convertir en un bien de lujo”, dice alguien por la televisión. Apago la televisión y escondo el mando entre los cojines para no sucumbir a la tentación de distraerme con un magacín cutre. A lo mejor me doy un caprichito más tarde, unos minutos con el Arguiñano o el Brasero. Le quito las pilas al mando y las tiro por el váter. Escribo. A veces escribir se vuelve algo impuesto, forzoso; casi siempre me resulta una tarea dolorosa; cuando escribo me enfrento a mí mismo y no siempre me apetece encontrarme en el espejo, pero es inevitable…

Leo lo que he escrito. Quiero correr la cortina, meterme debajo de las sábanas e imaginarme que estoy dentro del útero de mamá. Yo no quería salir del vientre de mamá. Fui la primera de sus tres cesáreas. Pienso en el interior de mamá como la cavidad más luminosa que he ocupado nunca. Nos expulsan del vientre de nuestras madres y ahora nos quieren cortar la luz. La luz, la puta luz… ¡Qué haríamos sin la luz! Antonio López llora en una habitación oscura; todos sus lienzos son arpilleras pintadas de negro. Pasear por nuestra casa a oscuras. Nuestra casa, cualquier lugar.

Cuando me echaron del vientre de mamá tuve que habitar espacios vacíos, poco cálidos, nada luminosos. Un piso con vistas a un patio-interior-selva lleno de criaturas tenebrosas y gatos de seis patas con dos cabezas. También habité sillas incómodas en oficinas incómodas con sueldos incómodos para mi cuenta corriente. Escribe sin cobrar y cobra sin respirar. Y no te olvides de escribir lo que yo quiero. Hay muchos periodistas en el paro. Hay muchos más que escriben gratis. ¡Maldita meritocracia!

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Una vez trabajé en una empresa que, entre todos sus servicios, ofrecía a otras empresas una plataforma para gestionar los burofaxes que les enviaban a sus clientes de una forma más eficiente e inteligente (eficiencia e inteligencia, dos palabras que hemos sobrealimentado sin ningún pudor). Yo no sabía muy bien qué era un burofax. Me sonaba a como si un escriba cincelase un mensaje escueto en una losa como las de Los Picapiedra y después se la tirase a alguien a la cabeza. Un burofax es algo parecido. Pienso en todas las familias a las que les llegará un burofax en los próximos meses. “Señora, vamos a tener que cortarle el suministro por impago”. Lloro.

En mi empresa me dijeron que uno de los elementos a destacar de su producto era que podían enviar el mensajito en color, que así el burofax era menos invasivo, más atractivo, y que se podía personalizar y blablablá y no sé qué sobre el viaje del cliente y el ROI y toda la pesca esa marquetiniana. ¡Qué bonito, señores!

Pienso en esa mujer a la que le van a cortar la luz. Me atrevo a llorar. Y escribo me atrevo a llorar porque no debería llorar. Soy un privilegiado. Podría encender la luz. Trato de imaginarme cómo sería saber que ese interruptor que tengo bien cerquita de mi ordenador no responde a ninguna orden. Me imagino al señor de la compañía eléctrica, con bigotillo y barrigón, cortando el cablecito imaginario que permite que la señora pueda encender la única bombilla pelada que cuelga de su minúscula buhardilla. Me imagino a ese señor frotándose las manos mientras comete tal fechoría. Soy un iluso por pensar en la idea de compartir una poquita de luz con esa señora a la que hoy le ha llegado un bonito burofax en color. Es ridículo. Puede que yo sea un hipócrita.

El mes que viene se cumplen dos años de la primera y única vez que envié un burofax. Le anuncié a mi empresa que dejaba el trabajo. Me prometieron un nuevo y jugoso proyecto en otro sitio. Las condiciones no eran mejores, pero podría desarrollarme profesionalmente en un sector con mucho potencial y blablablá. Dejé el nuevo trabajo al día siguiente. En esa empresa me encontré algo de lo que prefiero no escribir. Hablar sobre esa experiencia todavía me resulta doloroso. Ahora que pienso en esa señora a la que le han cortado la luz, no puedo evitar volver a repasar una vez más el contenido de ese burofax… Durante más de un año pensé todos los días en si ese burofax había sido una buena idea, si debía haberme quedado donde estaba. Sí, era un trabajo aburrido, pero estaba tranquilo (la tranquilidad a veces es una verdadera hija de puta).

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Dice el que ahora es mi marido que fui muy valiente por salir de mi zona de confort. A lo de la zona de confort podríamos darle muchas vueltas e interpretaciones, pero ese no es el propósito de este texto. El objetivo ahora, recién estrenada la treintena, es hacer balance. Esta exposición, estos dibujos, podrían ser una buena forma de hacer balance. ¿Qué he aprendido en estos treinta años (sobre todo en estos últimos dos años)? Para unos, nada de nada. Hay quien me llamaría vago o maleante. Escribir nunca ha sido valorada como una profesión decente. “Es mejor ser funcionario”, me dicen una y otra vez (todos mis respetos hacia lxs funcionarixs). Me preguntan continuamente a qué me dedico. Es difícil responder. Escribo cosas que me piden y cosas que quiero y de las que suelo renegar; traduzco textos que escriben otros que no me gustan un pelo; trato de avanzar con una tesis doctoral que parece que nunca he empezado y nunca terminaré; a veces dibujo chorradas y otras me da por pintar a mi marido; pero, sobre todo, soy consumidor impulsivo de cultura. A veces hasta me doy miedo…

Con los treinta recién cumplidos, me prometo a mí mismo no responder nunca más a esa pregunta que a tantxs agobia. ¿A qué te dedicas? Por favor, pregunta quién soy, qué hago cuando no estoy trabajando, qué quiero hacer pero no puedo, cómo estoy, cuántos pedos me he tirado esta mañana, con qué canción y con qué poema he llorado hoy… Ha sido con Macorina. Chavela siempre en mi corazón. Ha sido con Miguel Hernández. Ese verso que dice que “hoy estoy para penas solamente”. Estamos llenos de penas. Pienso en la señora a la que le van a cortar la luz y me echo a llorar, y lloro, y lloro, y lloro… Y todo es llorar y sufrir. Lloré mucho en mi boda. Lloré por lo que durante un tiempo no pude llorar. Me decían maricón cuando casi ni sabía escribirlo.

Es inevitable que haga yo balance a estas alturas. Pido perdón por hacer de este texto algo tan personal. Podría echarle la culpa a la primera dosis de Pfizer, pero no, no es que yo tenga fiebre, es que simplemente me apetece vomitar todo. Me apetece escribir sin más y exponer mis “obritas” en las paredes de éxfico, que no es como el vientre de mamá, pero sí es lo suficientemente cálida como para abrigarme y hacer que yo me crea que debo hacer esto. Estas paredes tienen una luz muy particular. Lo pensé cuando entré con Nuria y Alberto en la tienda para hablar con Delia. Este espacio es cálido, acogedor, y para colmo alberga criaturas maravillosas en su interior. La primera vez que entré para ver cómo montar la exposición quise abrazar a un ciervo precioso de Julio Linares y echarme a llorar. Estaba nervioso, pero estaba bien.

Retomo la pregunta ya formulada. ¿Qué he aprendido en estos últimos dos años? He aprendido a deshacerme de lo que no me sirve, de lo que intoxicaba mi cuerpo; animales chupasangre que tenemos a nuestro alrededor y que podrían querer arrancarnos un brazo en cualquier momento. Mejor no correr ningún riesgo. He aprendido a respetarme y permitirme crear, pero siempre creando con respeto hacia lxs artistas que llevan en el camino tantos años. Lxs que me conocen saben de mi pasión por las artes. He aprendido muchas cosas, pero, sobre todo, lo que he aprendido (gracias a estos tiempos de pandemia y de confinamiento) ha sido a admirar lo cotidiano y su belleza. ¡Cuánto lo necesitábamos! Nosotrxs, hijxs de un tiempo en el que todo va demasiado rápido y todo es para ya. Resulta curioso que lo diga yo, que siempre he sido demasiado nervioso, demasiado acelerado, que pinto sin plantearme nada y escribo lo primero que se me pasa por la mente sin pensar en las consecuencias. De todos modos, podría decir que la creación, tanto en forma de texto como de pintura, también me ha ayudado a sosegarme.

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El confinamiento nos acercó a lo cotidiano, a todo aquello que pasábamos por alto en el día a día. Me cuesta escribirlo, pero podría decir que, después de once años juntos, es ahora cuando observo a mi marido de verdad. Hasta el momento, inmersos en trabajos absorbentes, que apenas dejaban tiempo para respirar, ni siquiera éramos conscientes de la belleza de nuestras acciones más rutinarias. Durante el confinamiento nos pudimos permitir alargar el tiempo frente a la tostada o el café (incluso desayunar sentados); saborear los minutos que antes eran para el metro y el tiempo que era para otrxs que no pintaban nada en nuestra vida.

Durante el confinamiento David y yo no hicimos pan ni ejercicio. No vimos tantos directos de Instagram ni aplaudimos todos los días, pero sí nos observamos. Fue la primera vez que pinté a mi marido, después de más de diez años juntos. La primera vez. Lo confieso. Solo por eso han merecido la pena estos dos años, pese a todas las desgracias.

En esta exposición muestro lo más íntimo de mi vida cotidiana con David, lo más bello que hay en mi vida. Con más o menos pudor, con más o menos humor, con más o menos precisión, aquí os dejo un trocito de mi cotidianidad. ¡Incluso me he atrevido a pintarme en la ducha!

Por último, si me lo permites, me gustaría darte un consejo. Tú, que como todxs tienes una vida muy acelerada, no dejes de observar lo que tienes a tu alrededor. En lo más simple, en lo más cotidiano, es donde está lo más bello. Ver a tu marido preparar un gazpacho sin prisa, casi pidiéndole permiso al tomate para degollarlo vivo, jugando con el pepino como un crío, arrullando al pimiento… Solo por eso ha merecido la pena todo esto. Puedo decir que he recuperado lo cotidiano después de tantos años. He aprendido a admirar su belleza. También he recuperado mi vida.

 

Pablo González Portela – julio de 2021

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Sobre Pablo:

Pablo González Portela (A Guarda, 1991) es graduado en periodismo y comunicación audiovisual y tiene un máster en dirección de comunicación y nuevas tecnologías. Ha trabajado como periodista, copywriter y técnico de comunicación y/o marketing. En la actualidad realiza su tesis doctoral sobre publicidad y homosexualidad, tarea que compagina con la escritura y la elaboración de contenidos para empresas.